Acurrucado en la silla
de madera roída con el paso de los años, ojeo de nuevo las páginas de uno de los
libros de la estantería de mi pequeño estudio. El título toda una ofrenda a la
imaginación y la interpretación de pensamientos y sueños, “Cuentos para pensar”,
¡Todo un regalo!... el autor Bucay, alguien
que esgrimiendo hábilmente su pluma consigue mostrar el sendero de baldosas
amarillas hacia el mundo de la felicidad personal, hecho que a muchos se nos
desliza entre los dedos como aguas revueltas que nos impiden llegar a puerto
para contemplar la puesta de sol.
Allí me encuentro sumido
en la tenue y suave luz de las aromáticas velas color canela, mecido únicamente
por el calor de una manta y el taciturno sabor de un buen café en su perfecta
taza de porcelana color blanco.
El tiempo permanece
parado, pero ahí afuera la luna cambia de posición con el paso de las horas. Parece
moverse a propósito de poder, desde la altura colocarse en el mejor de los
lugares, y de este modo lograr reconocer alguna de las líneas que ahora
descubren mis pesados y cansados ojos.
De repente el viento
llama a la ventana como si quisiera colarse sin avisar, no logra su propósito
esta vez, pero en cambio, consigue desviar mi atención lo suficiente para
percatarme de que estás ahí…
Hasta ahora no había
podido advertir tu presencia, no recuerdo haberte visto entrar, pero ahí estás…
de pie al fondo de la habitación. Tu figura parece inerte, carece de
movimiento, de vida… tus ojos opacos impiden ver más allá señal alguna de algún
destello de luz, la tez pálida de tu rostro asemeja a la cara aún oculta de la
luna esta noche, el cabello revuelto y tu barba desarropada muestran la dejadez
de tus días, flaco, encorvado y sin fuerza…
-¿Qué haces ahí?- grito
desde el otro lado de la estancia.
No obtengo respuesta
alguna, tan solo tus ojos clavados en alma intentando decir algo que no puedes
expresar con simples palabras.
-¿Qué te ocurre?- pregunto,
pero tú sigues sin articular sonido alguno.
Lentamente y apoyado en
ambas manos, me levanto de mi vieja silla hasta estar completamente en pie. El sigue
con los ojos puestos en cada uno de mis pesados y lentos movimientos, parece no
incomodarle en absoluto. Despacio camino hacia la parte más alejada del estudio,
allí estás tú… cada paso que doy parece que aumenta en estatura, en cambio mi
figura se hace cada vez más y más pequeña.
Ahora estoy justo en
frente suya, nada… ni un solo gesto, movimiento o parpadeo de ojos, algo que
indique que está vivo. Tan solo permanece ahí, frente a mi ser, con su pálido
rostro, su aspecto dantesco y desaliñado, fuerte como una roca y al mismo
tiempo tan vulnerable como si la suave
brisa de la mañana pudiera arrancarle el último hálito de su alma. Tan solo clavas
tu iris en mí.
Entonces alzo la vista
y nuestras pupilas se cruzan durante un segundo, y al instante ambos en un
rápido movimiento cesamos nuestras miradas… sentimos miedo, vergüenza, pánico.
Tú no dices nada, yo doy media vuelta y con la
cabeza sumida en un mar de pensamientos carentes de orden decido regresar al
mundo de Oz. Justo antes de tomar la silla por la mano, detengo mi marcha y
vuelvo mi rostro, sigues donde te dejé, al otro lado de la sala, ahora sé que
permanecerás allí largo tiempo. Entonces me siento, y sin alzar más la vista
recojo mi libro, el café me percato… ya está frio.
Y pienso: ¡Maldito
espejo... maldito seas, siempre muestras lo que nadie más que tú es capaz de
ver!
"Mi espejo mira hacia el interior. Las palabras las escribo en la frente y alrededor de las esquinas de la boca. Mis rostros humanos son más ciertos que los reales".
ResponderEliminarPaul Klee.
Hermoso quien sabe mirarse en el espejo del alma.